DREA (IX)

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 A Drea le dolía la cabeza. Tiera había sido meticulosamente detallista con toda la información que tenía en su cabeza, pero aquel día no había sido el mejor para llegar y soltar una bomba de tal envergadura. Así que, sintiéndolo mucho, había tenido que dejar el salón de los Skjegge.

Llevaba días durmiendo pocas horas, haciéndose cargo de los cuidados médicos de Gal y de Holden, turnándose y moviéndose de una casa a otra para asegurarse de que ambos estaban bien. Pero su hermana, por muy magullada que estuviera, podía encargarse de sí misma, como muy bien le había recordado hacía unos días.

La pérdida de Athos había sido como un jarrón de agua fría. Pese haber sido alertados por Clea Kostas –la madrugada en la que rescataron a Gal–, no habían sido capaces de urdir un plan para salvarle la vida. Incluso, ahora, que la vida de Erin pendía de un hilo muy fino, no tenían medios para presentarse en la isla y sacarla de allí antes de que a Sloan se le ocurriese matarla también.

Drea no se veía con las agallas de pedirle a Wallace que sacrificara más de lo que ya lo había hecho. Además, cada vez que entraba en el antiguo dormitorio de Holden y lo veía luchando por su vida en aquella cama, con cables saliendo de su cuerpo que lo mantenían con vida, se preguntaba si verdaderamente merecía la pena todo aquello.

Se había acurrucado contra el cuerpo de su exprometido, en busca de un sueño que nunca parecía acudir a ella. La vigilia la mantenía tan despierta como dormida, por lo que descansar no entraba dentro de las prioridades de su mente ni de su cuerpo. Pero allí tumbada, aferrando la mano de Holden, buscaba en su mente cualquier plegaria destinada a los antiguos Dioses para que lo salvaran.

¿A quién pretendo engañar?, se cuestionó observando las vigas del techo. No puedo salvar a nadie. Ni a Tasia, ni a su padre, ni a Erin, ni a Holden. Parecía cuestión de tiempo que otra persona a la que quería se sumara a la lista de damnificados. Drea solo quería que aquella pesadilla se acabara. Volver a su sencilla vida como sanitaria en la destartalada clínica de Tasia y compartir sus días con Holden era lo que más deseaba. Mas pensar en ello sólo le hacía engañarse, porque aquello se había acabado y no había manera de volver atrás.

La puerta del dormitorio se abrió con suavidad. Drea oyó las bisagras chirriar sutilmente mientras la hoja de madera se entornaba y levantó la cabeza ligeramente. Asomada por la pequeña ranura, apareció la cabeza rubia de Cora Ramé.

—¿Puedo? —preguntó en un susurro.

Drea asintió con la cabeza levemente y se levantó con mucho cuidado de la cama. Holden no movió ni un músculo, como tantas otras veces que Drea había hecho aquel mismo movimiento.

—Te he traído algo de comer y una infusión para ayudarte a dormir —le dijo Cora.

Sobre las manos de la joven mujer reposaba una pequeña bandeja, que dejó encima de la cómoda a la derecha de la cama de Holden.

—No tenías que haberte molestado —le dijo Drea, agradecida, con una leve sonrisa cansada.

—No es ninguna molestia —aseguró—. Alguien tiene que cuidar de quien nos cuida a todos los demás, ¿no crees?

Drea hacía años que había conocido a Cora Ramé. Puede que fuera una de las pocas personas de la Bahía que la había tratado medianamente bien cuando llegó. Por aquel entonces, la mujer que tenía delante, era una joven chica de diecinueve años viviendo en el puerto y limpiando pescado para ganarse algo de dinero que llevarse de vuelta a su casa, a Jevrá. Drea ya estaba trabajando para Tasia por entonces, y una mañana se acercó al mercado en busca de provisiones para la vieja sanitaria y para ella.

Durante mucho tiempo se sintió casi como una sirvienta bajo las órdenes de Tasia, pero gracias a ello había aprendido a ser agradecida, valerse por sí misma y comprender lo difícil que era para todos vivir cuando se tenían pocos recursos. Cora estaba tras el puesto de pesca, elevando la voz para que los habitantes de la Bahía se acercaran a comprar la mercancía que se había pescado aquella misma mañana. Quién sabe por qué se cayeron en gracia; quizás por la similitud de edad y las pocas mujeres de su edad alrededor, pero en cuanto cruzaron unas breves palabras, la visita al puesto de Cora se hizo obligatoria para Drea.

Tenía gracia que hubiese sido Cora, la que años después, hubiese hecho todo lo posible porque Holden y Drea se llevaran bien. Después de lo de la boda, de que toda la Bahía se enterara de quién era realmente, Drea había imaginado que Cora la odiaría, pero allí estaba.

—Lo siento muchísimo... —comenzó a decir Drea, con las lágrimas bailando en el borde de sus ojos.

—Shhhh —Cora negó con la cabeza—. No tienes que disculparte por nada.

Drea sintió los brazos de su amiga alrededor de su cuerpo y se dejó llevar por las emociones que durante semanas había estado reprimiendo. Lloró por Tasia, por lo que le había pasado a su padre; lloró por Erin y lo asustada que debía de estar, por el sentimiento de culpa que Rina tenía y que no la permitía ir a ver a su hermano y, sobre todo, lloró por Holden. La idea de que él no volviera a abrir los ojos le producía un dolor tan agudo en el pecho, que le impedía respirar. Y todo había sido culpa suya.

Nunca se había considerado una mártir y, sin embargo, ahora no sentía otra cosa que no fuera una profunda culpa. Y probablemente, Drea llevara cargando diez largos años con ella. Athos había dejado que se marchara por su seguridad; se daba cuenta de que no había sido tan valiente y que tampoco había sido cuestión de suerte que Tasia apareciera en su vida. Cada una de sus acciones habían estado orquestadas por otras personas que habían cuidado de ella, sin que se diera cuenta. Pero ahora no le quedaba nadie a su alrededor para arreglar aquello, sólo estaba ella. Costara lo que costase, no le quedaba otra que dar un paso adelante y enmendar aquello que su familia había roto.

Mas debía de ser justa. Puede que hubiese creído que se había quedado completamente sola, pero no era cierto. A su alrededor aún había muchas personas dispuestas a darle una mano, solo que esta vez lo harían junto a ella, no se esconderían en las sombras como ángeles guardianes. Drea podía confiar en su tía Lethe, en su hermana Gal, en Cora, incluso en la familia de Holden, los soldados desertores y el resto de la Bahía. Porque puede que hubiese nacido en una cuna dorada, pero se había ganado el respeto de los condenados y ella era otra más.

—Drea... —susurró Cora muy despacio.

Le pareció que la voz de su amiga había titubeado un poco y se apartó de ella suavemente, limpiándose las lágrimas de los ojos con el interior de la manga. Los brazos de Cora cayeron a cada lado y Drea se fijó en su rostro: ojos abiertos por la sorpresa y los labios ligeramente separados, como si las palabras se hubiesen quedado atascadas en la punta de su lengua.

Drea se giró casi con miedo. Sabía dónde se había posado la mirada de Cora y lo que aquella expresión podía significar, pero no quería que sus sospechas fueran verdad. Se volvió definitivamente y entonces lo vio.

Holden las observaba.

El Desierto de los Olvidados ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora