Quédate

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No era una alucinación. ¡Era ella! Sí, ella, la que con su olor a cacao y su melena revuelta le había robado el aliento hace diez años. Era la misma cara aniñada salpicada de pecas, eran los mismos ojos negros y traviesos y las mismas caderas; sinuosas, sensuales, imposibles y peligrosas. Ella, la de los pasos ligeros, la de la voz azucarada, la de todos sus sueños.


Vicente parpadeó, quería constatar que fuera cierto. No era la primera vez que la memoria le había jugado chueco. Había querido verla tantas veces que su imaginación la había colocado en cientos de otros cuerpos, pero esta vez sí era ella.


Ahí estaba ella, sentada en la terraza, observando atenta, escuchando cuidadosamente las notas más bellas. Frente a ella un par de pies diestros ejecutaban un taconeo fuera de este mundo. Tras la bailaora, unos dedos trepidaban sobre las cuerdas de una guitarra, mientras la voz profunda y seductora de una mujer, entonaba la canción más triste de flamenco.


Vicente la notó serena, concentrada e impávida. De pronto culminó la danza y entonces pudo ver de lejos su pecho estremecerse conmovido. La miró aplaudir, ponerse de pie y sonreír emocionada mientras se apartaba esa lágrima insolente que se había escapado hasta chocar con su nariz. Definitivamente era ella, la de los labios sabor a caña, la de todas esas benditas mañanas, la que cambió su suerte cuando se marchó.


Su primer impulso fue acercarse a ella, pero sus pies cargaban plomo y lo hicieron detenerse. Cerró los ojos y entonces se topó con los recuerdos que se habían convertido ya en un lastre. Quería decirle que aquella noche salió tras ella, que estaba decidido a traerla de vuelta, que se había arrepentido, que sí quería a ese hijo concebido accidentalmente, pero cuando llegó a la calle, se dio cuenta de que ella se había desvanecido para siempre. Ningún esfuerzo fue suficiente para encontrarla, ni esa noche ni ninguna otra. Ella se fue así como llegó; impulsiva, determinada, libre e incontenible.


Sin embargo, esa tarde estaba ahí, frente a sus ojos, tan hermosa como siempre, inalcanzable como nunca.


No quiso importunarla, se conformó con seguirla con la mirada, con cuidar sus pasos, con ser la sombra de su trayecto. Ella no advirtió su presencia y se dejó escoltar, sin saberlo, por las calles de Sevilla.


Se detuvo en la Alameda de Hércules y se adentró en un local para comprar una botella de agua. Después volvió a colocarse las gafas de sol y se deslizó de nuevo por el paseo. Allá iba ella y su piel acanelada, partiendo plaza en el corazón de Sevilla.


Pronto un par de puertas de cristal se abrieron frente a sus pies, dejándola pasar. Vicente cayó en la cuenta de que habían llegado a un hotel. Titubeó y decidió observarla desde la acera.


A un costado de la recepción, una bombonera de cristal la invitaba a tomar un puñado de gomitas de azúcar. Vicente la vio cerrar la mano y después acercarse a hablar con una de las recepcionistas. Ella siguió su marcha, rodeando el lobby hasta toparse con una puerta que abrió con seguridad para después perderse tras de ella. Vicente no la dejaría extraviarse esta vez. Audaz y rotundo, se adentró en el hotel.


Al otro lado de aquella puerta se hallaba un patio andaluz olvidado en el tiempo. Sobre el piso de lozas cobrizas, adornado por discretos azulejos, se erguía una fuente justo en el medio del patio, a su alrededor se encontraban cuatro mesas galantes de herrería acompañadas por sillas pintadas de blanco. No había nadie más que ella, sentada, dándole la espalda al hombre que había amado durante esos idílicos cuatro años.


Vicente abrió la puerta. La miró una vez más. Sus espesos cabellos caían tras el respaldo de la silla, sostenía entre los dedos un cigarrillo encendido mientras descansaba la cabeza sobre su mano izquierda. Vicente quiso adivinar su silencio, la percibió pensativa, quizá absorta en sus propias fantasías. Tuvo miedo de llamarla, de asustarla, pero, sobre todo, temió enfrentarla, a ella y a sus pupilas invisibles.


Itzel era su nombre, tan único como ella; la mujer arcoíris, la diosa maya.

- ¿Itzel? –pronunció sutilmente Vicente.


Ella se incorporó al escuchar su nombre, volteó sobre su hombro y se topó con ese par de ojos verdes a los que les entregó su cuerpo, su alma y todos sus motivos. Nunca volvió a ver ojos de ese tono esmeralda como los de su Vicente. Él también seguía siendo el mismo; el de la barba cerrada, el de los risos castaños, el del acento extranjero, el de los besos hipnotizantes.


Itzel se levantó sobresaltada. Su asombro le arrancó un suspiro que se quedó atrapado en su garganta. Sus pestañas se elevaron y no pudo hacer nada más que contemplarlo. Él la miró también, con aquellos ojos cargados de pena y de remordimiento. Quiso hincarse y pedirle perdón, pero una mujer del servicio a cuartos le arrebató el momento. Llevaba en las manos el café cortado que Itzel había pedido hacía unos minutos en la recepción. Lo dejó sobre la mesa y le pidió el número de su habitación. Itzel vocalizó los dígitos con una sonrisa que terminó en un "gracias". Cuando la mujer se retiró, los ojos de Itzel volvieron a los de Vicente.

- Vicente ... – pausó. Lo miró con ternura, con melancolía y con un dejo de dolor –. Tengo que irme.

- No, no te vayas. Quédate.


Itzel negó con la cabeza.

- Por lo que más quieras, quédate. Sólo quédate –suplicó Vicente acercando su mano a los dedos de Itzel.


Itzel apretó la mano de Vicente, lo miró y le regaló las lágrimas que aquella noche lejana se guardó. Lo invitó a sentarse a su lado y le sonrió tímidamente. Itzel se quedó.

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