La sombra del cuervo

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Pensé que hallaría el ansiado olvido retirándome en el lugar más recóndito del mundo...

Aquel era un lúgubre bosque en tierras septentrionales donde, durante el duro invierno, ni siquiera el sol asomaba en el horizonte montañoso. Mis fuerzas se desvanecían tras un largo viaje y el frío amenazaba con aterirme hasta apagar mi caminar, aunque tal vez eso era lo mejor que me podría haber ocurrido. Mis pisadas quedaban borradas en el manto blanco tan pronto miraba atrás, mientras que al frente la luz de la linterna descubría la nieve que se adueñaba del aire y que cubría tierra y árboles. Solo nieve y nada más.

Balbucía súplicas a Dios aferrándome a mi fe para tratar de no sucumbir ante la llamada de la muerte cuando un graznido arrancó mi mirada desahuciada, clavada siempre en el próximo paso, para descubrirme una sombra en la tempestad.

«Una señal divina», pensé al presentarse ante mí el refugio que tanto imploraba: una cabaña de madera abandonada en tan lejanos confines que imaginé que nadie la reclamaría. La entrada, con la puerta destrozada, no estaba completamente sepultada por la nieve y pude arrastrarme al interior. Apenas me había adentrado medio cuerpo, miré hacia arriba instintivamente para reconocer un afamado rostro sobre el dintel de la puerta. Se trataba de un busto que homenajeaba a un polifacético escritor de frente amplia, mirada triste y visionaria, revolucionaria pluma y legado de inspiración. Tan pronto lo saludé, respetuoso, me deslicé para huir de la inclemencia desatada por un cielo que no concedía ni un respiro. De aquel primer vistazo al interior de la cabaña recuerdo una chimenea y madera agolpada, milagrosamente esperándome. Después de eso, tan solo rescato, al escarbar en mi memoria, mi mano trémula sosteniendo un encendedor y mis labios agrietados soplando para avivar la llama. Solo eso y nada más.

Al despertar fui consciente de que había sobrevivido y en verdad creí que mi suerte había cambiado, que la vida me ofrecía la oportunidad de encontrar la paz en aquel territorio yermo y aislado. Allí, perdido, podría aullar mi dolor sin temor a ser escuchado, proclamar mi rabia y frustración por la muerte de Leonora, mi ángel, la única mujer a la que de verdad había amado y así continuaría siendo hasta el fin de los tiempos.

Conseguía aplacar el desconsuelo de su ausencia mientras restauraba la cabaña, sirviéndome de las herramientas de las que estaba provista, cuando acudía a un río próximo en busca del sustento o al descargar el hacha contra el tronco de los pinos silvestres. Entregado a mis tareas lograba vencer mis turbios pensamientos durante el penumbroso día. Solo quería que transcurriese el tiempo y nada más.

Las noches se hacían eternas refugiado en aquella cabaña olvidada entre montañas de nombre impronunciable. Insomne, no podía evitar que la última vez que contemplé a Leonora acudiera a mí constantemente. Aquello me sumergía en un tormento del que solo conseguía escapar recurriendo a mis cuadernos y a la pluma que me había regalado la propia Leonora. Era una pluma mágica, pues sobre el papel la devolvía a la vida y trazaba conversaciones que nunca habían existido, como la de aquella noche.

—¿Comprendes hasta dónde alcanza mi amor? —le inquiría.

—Puede que me haga una leve idea —me susurraba ella con una pícara sonrisa que no ocultaba su inocencia.

Y me detenía para observarla de nuevo, radiante, con su piel rosada, esos labios carnosos que componían aquella sonrisa de fantasía, unos ojos grandes y , sus cabellos rizados, ardientes, cobrizos, indomables...

—Te amo como nunca nadie te amará —le aseguré desde lo más profundo.

El clamor de mi corazón la empujó a fundirse conmigo en un abrazo, y unida a mí la imaginé. Cuando me regresó la mirada, sus ojos estaban inundados de lágrimas.

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