La partera

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Aún no ha amanecido y Adela ya se encuentra de pie. Mientras hierve el café en esa olla de barro avejentada y curtida por el fuego, los dos gallos que viven en su patio trasero entonan el primer canto del día. A ese agudo y penetrante repiqueteo le siguen los cacareos de las diez gallinas que también se han levantado, como Adela, para comenzar la jornada. Un foco solitario, que pende de un cable mal colocado, se enciende en el patio y a los pocos segundos aparece Adela, quien, alumbrada por la tenue luz, atraviesa la penumbra. Carga una toalla desgastada al brazo, y una barra de jabón y un zacate en la otra mano. Se enfila hacia la pileta en donde se almacena el agua que se utiliza para los quehaceres y el uso personal. En medio del patio se desnuda, se deshace la trenza, toma la jícara y la sumerge en la pileta para cargarla de agua potable. Después se encorva, dejando caer los larguísimos y pesados cabellos azabache. Cuatro jicarazos son suficientes para empaparle la cabeza. Una vez erguida, se moja el cuerpo con abundante agua y comienza a tallarlo con el jabón y el estropajo. Mientras se lava, los pensamientos la inundan de nostalgia y de miedo. El horror le ha trepado al cuerpo más de una vez cuando piensa en Lucinda y en los chorros de sangre que la llevaron a la muerte.

El frío de diciembre se cuela entre la piel húmeda y desprotegida de Adela y la obliga a deshacerse de esos pensamientos aterradores. Continúa enjabonándose con tenacidad los brazos, las piernas y el torso, como si a través de semejante friega pudiera limpiar los recuerdos o la culpabilidad. No fue su culpa. Ella hizo lo que tenía que hacer, lo que sabía hacer. Tampoco nadie la responsabiliza de lo sucedido, ni si quiera Felipe. Las miradas que le lanza y que luego esconde no son de desprecio, es la memoria la que lo traiciona para desvelar su tristeza, su desconsuelo y quizá también algo de agradecimiento o vergüenza, porque sin Adela y su atinada intervención, él ahora no podría sostener a su primogénito en brazos. No obstante, Adela se siente señalada por aquellos ojos marrones y por eso decidió suspender sus actividades durante dos meses. Le era imposible bajar al pueblo todos los días y verlo padecer las vicisitudes que le tocaron sobrellevar a la muerte de Lucinda, pero sobre todo era incapaz de atender a otras "mamitas", como ella las llama, porque en cada una de ellas, en cada barriga protuberante y llena de vida, veía a Lucinda cubierta de sangre, con los ojos fijos, con sus entrañas vacías, sin alma y sin suspiros.

Una brisa de apenas nueve grados centígrados le recuerda que tiene que apurarse. Aprieta los párpados, toma valor de nuevo y se enjuaga copiosamente. El agua helada la hace tiritar. Camina contrayendo los músculos hasta llegar a la toalla, se enreda en ella y se frota los brazos para entrar en calor, después se dirige de prisa al interior de aquella vivienda de tabiques grisáceos y techo de lámina que ella llama hogar. Ya dentro, su madre la espera sentada a la mesa con el café colado y servido en una taza de barro. Se hablan con la mirada, pero no externan lo que de verdad necesitan decirse. Su madre asiente con la cabeza y con las pestañas que adornan sus ojos benévolos. Quiere abrazarla y repetirle mil veces que ella no fue la responsable de la muerte de Lucinda. A Lucinda la mató la distancia, la pobreza extrema, la inaccesibilidad a los servicios de salud, la discriminación y la indiferencia de su propia gente. Adela actuó como cualquier otra partera lo hubiese hecho. Quería decírselo, pero no pudo hacerlo porque fue criada para ser una mujer recia, para reírse de la adversidad, para callarse las penas. Adela la mira y le regala una sonrisa amodorrada, después toma el café hirviente, le da un sorbo y siente como el bendito líquido le calienta las entrañas.

Continúa su marcha hacia su habitación, apenas dividida por una cortina de tela. Ahí se viste con el uniforme que las parteras indígenas de su comunidad portan con dignidad y garbo. Está compuesto por un huipil  blanco que lleva el cuello bordado a mano, en donde se extienden aquellas flores coloradas y anaranjadas que tanto le gustaban a Adela y que terminan adornadas por una cadena de encaje blanco. Al atuendo lo acompaña una falda de algodón hilvanado artesanalmente que cae hasta los tobillos, es de color negro y por lo bajo lleva una franja roja que hace juego con las flores del huipil. Un rebozo atado a la cintura, a modo de faja, completa el atavío.

Adela se mira al espejo y comienza a trenzarse el cabello, después se pasa las manos por la falda y el huipil como si lo sacudiese, pero no hay nada que limpiar; ni una hebra ni una mancha mancillan aquellas bellísimas prendas. Aunque el uniforme es nuevo, Adela todavía puede sentir los salpicones de sangre y los restos de fluidos corporales que ensuciaron sus ropas aquella noche insoportable.

-   Se te va a hacer tarde –gritó su madre desde la cocina, en esa hermosa lengua milenaria llamada tzeltal.


Sólo la voz de su madre es capaz de arrebatarla de esa escena y de ese día que continuaba repitiendo obsesivamente en su mente.


Aquella mañana salió, como de costumbre, a las siete, caminó cuesta abajo los cinco kilómetros que la separan de Chalchihuitán, y una vez ahí efectuó su ronda como tenía previsto. Antes de tocar a la puerta de Lucinda, había visitado a dos mujeres, madres veteranas que ya habían dado a luz más de dos veces. El día transcurría sin contratiempos e incluso Adela se hallaba animosa y jovial hasta que se encontró a Lucinda en un estado preocupante. Estaba tendida sobre ese catre viejo, en posición fetal, quejándose de contracciones impropias de su etapa gestacional. Le hacían falta al menos cuatro semanas para estar en situación de parto, y sin embargo así estaba, tolerando un dolor que le atravesaba la carne y agarrándose el vientre. Felipe se veía desesperado, cosa que era normal tomando en cuenta que ambos eran padres primerizos. Lo que era fuera de lo común era la condición de Lucinda. Adela la revisó inmediatamente. En silencio, repasó los síntomas y su historial clínico. Caviló unos minutos mientras le hacía preguntas y le sobaba el vientre y la espalda baja. No atinó a descubrir el origen de las dolencias de Lucinda y por ello no quiso jugar a conjeturar. Le dijo a Felipe que lo mejor era llevarla lo más pronto posible a un hospital en San Cristóbal de las Casas.

El trayecto duró más de dos horas y una vez ahí peregrinaron por tres hospitales; de uno de ellos fueron tajantemente rechazados y en los otros dos los hicieron aguardar por horas sin información, sin empatía y sin misericordia, en una sala de espera atiborrada de dolientes. Felipe veía que Lucinda se retorcía del dolor y fue precisamente el desasosiego lo que lo hizo tomar la peor de las decisiones. Se regresaron a Chalchihuitán. Al llegar, Felipe subió al monte en busca de Adela. A partir de ese momento, todo pasó fugazmente.

Cuando Adela entró en la habitación, la hemorragia ya era severa. Lucinda se estaba muriendo, pero su bebé aún estaba vivo, Adela lo sentía moverse intranquilo y por eso decidió sacarlo a como diera lugar. Con un par de movimientos diestros y colocando a Lucinda de lado, la fue dirigiendo, entre pujidos, palabras de ánimo y alaridos de dolor, hasta que escuchó el llanto del niño. El bebé nació empujado por una marea de coágulos, sangre y líquidos orgánicos. Lucinda apenas escuchó el clamor de su hijo cuando la vida la abandonó. Tenía diecisiete años. Adela se ocupó primero del niño, de limpiarlo, de ponerlo a salvo, de asegurarse de que viviría. Sólo entonces se aproximó al lecho en donde yacía Lucinda, para acercarle a su hijo, para felicitarla y para comunicarle que era un varoncito. Fue ahí cuando se percató de que Lucinda había dejado este mundo hacía ya varios minutos. Intentó reanimarla; presionó su pecho, la sacudió, gritó su nombre, y le suplicó que luchara. Ya no pudo hacer nada por ella. En sus siete años de partera, nunca había visto morir a nadie de esa manera.

Volvió a casa ya de madrugada, despeinada, maloliente, empapada en sudor, lágrimas propias y sangre ajena. Ni siquiera los tres días de silencio que sobrevinieron a la muerte de Lucinda pudieron traerle algo de paz. Lo único que la hizo volver, fue el amor a su vocación y sus "mamitas" que, olvidadas en aquellas montañas selváticas, tanto la necesitaban.

Esa nueva mañana le otorgaba el beneficio de una segunda oportunidad. Durante el trayecto a Chalchihuitán, repasó la lista de las cinco mujeres que debía visitar y estudió en su mente cada historial de maternidad. Ese día no habría de cometer errores, ese día seguiría el protocolo impecablemente, así se lo exigió a sí misma. Cuando arribó, Chalchihuitán ya estaba despierto, la recibieron las sonrisas de la gente del pueblo que con sus "buenos días, tam-alal" le dieron la bienvenida. Adela sonríe por primera vez en dos meses. Mira de nuevo la lista, se acerca al primer domicilio y sin dudarlo toca la puerta. Al otro lado una nueva "mamita" la espera.


Huipil Camisa o túnica amplia de algodón, adornada con bordados típicos, que usan principalmente las mujeres indígenas.

 

Tam-alal (en Tzeltal) significa partera en español.

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