Capítulo 1. La oportunidad.

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¡Maldita sea, Griffin! ¡Piensa, piensa, piensa! Pero pensar ¿el qué? Estaba encerrada en uno de los baños de su trabajo con un ramo de rosas que debía hacer desaparecer ya. No había muchas opciones. ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! ¿Eso que había oído era la puerta de acceso a los lavabos? Se quedó quieta como una estatua, con el maldito ramo de flores sujeto contra su pecho y sin apenas respirar. El corazón le bombeaba a toda pastilla, pero debía mantener la calma. Un movimiento en falso y no tendría escapatoria posible.

—¿Clarke? —escuchó aquella voz estridente y un escalofrío recorrió de arriba a abajo su metro sesenta y cinco de estatura—. Clarke, sé que estás aquí —insistió la voz chillona.

Dio un respingo al escuchar un golpe brusco unos metros a su derecha. Volvió a sobresaltarse con otro igual de fuerte dos segundos después. ¡Hostia puta! Aquella lunática debía estar abriendo todos los cubículos a base de patadas, como en las películas. Dos puertas más y llegaría a la suya. Las rosas empezaron a quemarle en las manos. Ahora o nunca, Griffin. Ahora o nunca.

No iba a funcionar y lo sabía, pero situaciones desesperadas requieren medidas desesperadas y en aquellos momentos no podía haber nadie más desesperado que ella en todo el planeta tierra. Levantó la tapa del inodoro, arrojó las rosas dentro, tiró de la cadena y con la escobilla y kilos y kilos de angustia interna intentó por todos los medios hacerlas desaparecer. Pero no, qué va, lo único que consiguió fue atascar el váter. Normal, porque aquel plan había sido una mierda de plan desde el principio. Aquel plan era una puta vergüenza y los demás planes se reirían de él por siempre jamás, señalándole con el dedo y cuchicheando a sus espaldas.

Debía aceptarlo. Su vida había llegado a su fin. Bueno, habían sido veinticinco años maravillosos, sobre todo los diez últimos, desde que perdió la virginidad. Un placer haber sido Clarke Griffin, atractiva hasta rozar lo imposible, con un cuerpo diez y una cara de portada de revista. El buen Dios había sido generoso cuando repartió sus genes, pero ella había utilizado sus superpoderes para el mal, para seducir a chicas inocentes. Bueno, y a las no tan inocentes también, porque es que se las llevaba de calle a todas. Estos pensamientos dibujaron una pícara sonrisa en su rostro y una bota del 38 reventando la puerta del baño de al lado la hizo desaparecer en microsegundos. Como si nunca hubiera estado ahí.

Su Apocalipsis había llegado e iría directa al infierno. Aniquilada por una de esas chicas a las que había embaucado sexualmente. Muy poético todo. ¡Y no iba a tener tiempo de confesarse para salvar su pobre y atractiva alma! Porque había pecado tantísimo en tan poco tiempo que debía ser récord olímpico o algo. En un último intento desesperado, bajó la tapa del inodoro y se sentó encima justo cuando la puerta de su escondite cedía ante el calzado de diseño de su penúltima conquista. Las flores que le había mandado la última a la redacción estaban justo debajo de su culo. Si aquella pirada las veía: adiós mundo cruel.

—Clarke Griffin. —Casi escupió la muchacha al encontrarla allí.

—Ey, Debbie —saludó con una media sonrisa nerviosa y un leve movimiento de mano. El corazón se le iba a salir por la boca.

—¡Llevo llamándote días! ¡Días! Y ni siquiera me has devuelto los mensajes. —La acusó.

—Si, eh... es verdad, Debbie. Yo... verás...—titubeó levantándose y saliendo del cubículo.

Debía alejarla de allí con discreción, porque ya se sabe que "sin rosas no hay delito" y tal vez, ¡solo tal vez!, su encanto natural pudiera salvarla en el último segundo. Si alguien podía salir de una situación así era ella. Confianza, Clarke, confianza. Una sonrisita por aquí, un besito por allá y el hechizo Griffin haría el resto.

El plan C (publicado con LESEditorial)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora